“Cuando su guantalete hubo vuelto a la mano
el Cid siguió su rumbo por la primaveral
senda. Un pájaro daba su nota de cristal
en un árbol. El cielo profundo desleía
un perfume de gracia en la gloria del día
Las ermitas lanzaban en el aire sonoro
su melodiosa lluvia de tórtolas de oro;
el alma de las flores iba por los caminos
a unirse a la piadosa voz de los peregrinos
y el gran Rodrigo Díaz de Vivar, satisfecho
iba cual si llevase una estrella en el pecho
Cuando de la campiña, aromada de esencia
sutil, salió una niña vestida de inocencia;
una niña que fuera una mujer, de franca
y angélica pupila, y muy dulce y muy blanca.
Una niña que fuera un hada, o que surgiera
encarnación de la divina Primavera”
El hedor se volvía insoportable; hasta aquí llegaba la paciencia del joven. Al parecer, entre más se endulzaba la poesía, menos podía saborearla… Y más péstido se tornaba el odioso ritmo que se alzara en completa discordancia
con las aves
con el fresco jardín
con las nubes de fantasía
con el encanto de la poesía…
No pudo soportarlo un solo momento más. Una furia incontrolable se apoderó del espíritu comúnmente apacible del joven. Y a medida que aquella tortura lo mutilaba, iba sintiendo, en su interior, cómo la mas terrible e insana locura se adueñaba velozmente de su ser.
Profirió un grito
desgarrador
de profunda ira
y profundo dolor.
Los niños callaron su juego, espantados. Al tiempo que el joven corría fuera de sí, atravesando el jardín con la escalera bajo el brazo; la misma que un momento antes parecía descansar poéticamente acomodada junto al almendro que aun no terminaba de desprender sus frutos…
Fue cuando los niños
aterrados,
impávidos,
lo vieron caer del techo
con un hacha en sus dos manos.
Fue cuando lo vieron pasar entre ellos, con la vista clavada en el equipo de música, como si estuviera poseído, bajo un encantamiento, o poderoso hechizo.
Y el hacha se blandió siete veces sobre los trozos del destruido artefacto. Y el joven rió, rió como un desquiciado.
Y por un instante calló la misma Tierra
con sus álamos
y zorzales
La ciudad calló
con sus motos y camiones
helicópteros y aviones.
Sólo se oyó una risa, terrible, penetrante, desahogada.
Cuando aquel instante se desvaneció, los niños lloraban, y el joven corría.
- Al campo, seguramente, a encontrarse con el canto de las aves, el susurro del arroyo, los rasguidos arrancados de hojas de álamo, articuladas por la mano del viento, como si se tratara de instrumentos de cuerda. Cual le prometiera su añorado Bécquer…
Y lo cierto es que lo consumió la envidia; la misma que guardaba reprimida desde hace tiempo, y que buscó como campo de batalla, donde fuera a proclamarse vencedora, la inocente felicidad de unos niños.
Porque ellos reían
porque ellos jugaban
Y no porque la música de su fiesta eclipsara la poesía que, del otro lado del muro, del otro lado de la glicina, anidaba en las páginas de Rubén Darío.
“Y fue al Cid y le dijo: alma de amor y fuego
por Jimena y por Dios un regalo te entrego,
es la rosa naciente y este fresco laurel
Y el Cid, sobre su yelmo las frescas hojas siente,
en su guante de hierro hay una flor naciente
y en lo íntimo del alma como un dulzor de miel”
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